Alonso Vázquez, Ros Mari

Datos biográficos
Fecha de nacimiento
3 de abril de 1965
Lugar de nacimiento
Elche
Profesión
periodista
ALONSO VÁZQUEZ, Ros Mari (Elche, 3-IV-1965). Estudió en los colegios Victor Pradera y Luis Chorro y en el instituto La Asunción. Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de Alicante y comenzó a trabajar en Tele Elx en 1987. Fue corresponsal de la agencia EFE en el año 2000 y de Radio Nou. En el año 2002 publicó el libro Candalix, una historia de un lugar que fue fábrica, cárcel en la posguerra y colegio.         
 
ALONSO VÁZQUEZ, Ros Mari (Elx, 3-IV-1965). Va estudiar en els col·legis Victor Prada i Luis Chorro i en l'institut L'Assumpció. Es va llicenciar en Filologia Hispànica en la Universitat d'Alacant i va començar a treballar en Tele Elx en 1987. Va ser corresponsal de l'agència EFE l'any 2000 i de Radi Nou. L'any 2002 va publicar el llibre Candalix, una història d'un lloc que va ser fàbrica, presó en la postguerra i escola.                       
 
‘La siembra’

Tenía 14 años cuando entré a estudiar el primer curso de Bachillerato en el Instituto La Asunción de Elche. Cada mañana recorría varios kilómetros desde mi casa, en el barrio de Altabix, para llegar a clase, dejando en el barrio los días de colegio y a mis amigas de EGB. Tuve que hacer nuevas amistades porque los de mi promoción decidieron, la gran mayoría, no seguir con los estudios. La ciudad a principios de la década de los 80 comenzaba a despertarse a los grandes proyectos urbanísticos y su producción de calzado iba necesitando mano de obra para el trabajo a destajo. La educación y la cultura seguían estando alejadas de los obreros.

En el recorrido que realizaba para llegar a mi instituto, la mayoría de las veces, me entretenía con mis nuevos compañeros de pupitre planeando a qué casa ir después de clase para ver alguna película en los primeros videos que comenzaron a venderse, iniciándose, con ello, la cuenta atrás para el cierre de las salas de cine del casco urbano.

Esas caminatas las recuerdo, ahora, como el tiempo en que perdía mi infancia y ganaba para conocer mi entorno. El barrio de Los Palmerales iba ocupándose por familias que no renunciaban a dejar en la calle a sus podencos y animales de carga, que siempre asomaban por las ventanas para darnos los buenos días cuando pasábamos por la zona. Había un inmenso solar, donde ahora está la Comisaria y el instituto Cayetano Sempere, en el que, cada año, se instalaba la feria de atracciones y los coches de choque nos sirvieron para pasar muchas tardes divertidas.

En el instituto hice buenos amigos, que aún conservo. Conocí a profesores que fueron claves para mi futuro. En clase de Latín tuve la suerte de tener a Helena como docente, una mujer que añoraba su pasado. Ella enseñaba el legado del Imperio Romano a mi generación, que vinimos después de la Transición Española y que crecimos con la música de Mecano, Miguel Bosé, Sting, Serrat o Loquillo. Elena buscaba entre sus alumnos esas miradas sorprendidas o heridas por lo que estaba ocurriendo en el mundo. Nos hacía reflexionar con temas de actualidad y los comparaba con acontecimientos de épocas anteriores para demostrarnos que la historia no se inventa. Desde la nostalgia siempre recordaba a los de la generación anterior, a los jóvenes que con pasión vivieron la Transición, luchando por las libertades a través de la política o la cultura. Nosotros pertenecíamos a esa generación que no llegó a impregnarse del espíritu del 68 porque nuestra principal preocupación era descubrir el grupo musical más vanguardista, los pubs y el miedo a ser víctima del ‘pigmeo’, el delincuente callejero del momento.

Nuestros profesores de matemáticas, como Ildefonso y Anselmo, intentaban ordenar nuestras pasiones con ecuaciones y polinomios, bien explicados, para poner algo de lógica a nuestros pensamientos.

El profesor de Física y Química, Carlos, me dejo huella porque disfruté resolviendo las fórmulas químicas. Entendí con él un nuevo lenguaje; el científico, y pensé que no estaba tan alejado del literario. La ciencia con Carlos fue divertida y un instrumento para seguir sacando de la curiosidad de las personas las teorías que nos han hecho progresar.

El profesor de literatura, Manolo Otero, se ocupó de cultivarnos. El primer día que entró a clase nos hizo retirar los libros de texto al igual que el excéntrico señor Kipling del Club de los Poetas Muertos. Con Otero comprendí que aprender de memoria la obra o vida de un poeta o un escritor era atentar contra el significado de las letras. Él me enseñó a leer de nuevo, a entender la sensualidad de la poesía, a ver las imágenes que describen los versos, a sentir la fuerza de los personajes de las historias y la magia del teatro. Me introdujo en sus recitales de poesía y en sus montajes teatrales. Me subió a un escenario y decidí estudiar una carrera universitaria relacionada con las letras. En sus clases descubrí a grandes poetas como Lorca, Miguel Hernández, Machado, Salinas o León Felipe. Comprendí que los versos o relatos literarios son el alimento de artistas, amantes y políticos. A partir de ese curso comencé a seleccionar las representaciones en los teatros, las películas en el cine y los conciertos o conferencias en las salas culturales en busca de la filosofía aprendida.

Mi generación fue la primera en estrenar el valenciano como asignatura. Así que muchos recordarán a Emilia, una luchadora y defensora del uso del valenciano. Su principio fue poner al mismo nivel que el castellano una lengua silenciada durante la dictadura franquista. Yo, que no hablaba valenciano en mi casa porque mi madre pensaba que no estaba bien visto, lo recuperé y conseguí amar la lengua de mis antepasados.

El inglés ya era en mi época el idioma estrella. Había relegado al francés y Mari Paz había conseguido inculcar la importancia de aprenderlo con nuevos métodos. Las canciones de los Beatles o de Bob Dylan nos servían de libro de texto. Además, ella trabajó para que los intercambios de estudiantes pudieran realizarse. Una idea magnífica porque sirvió para conseguir estancias de un mes en algunos pueblos de Estados Unidos con familias de acogida. Gracias a esos intercambios, los alumnos lograron aprender bien un idioma y tener una familia más a la que felicitar cada Navidad, a pesar de la distancia.

El profesorado de la Asunción estaba dividido, entre los que apostaban por un aprendizaje que cuestionaba todos los principios y por los que defendían una enseñanza algo caduca. Gracias a esas clases mortecinas de algunos profesores, aprendimos a apreciar a los que nos motivaron. Los docentes más destacados fueron los que inculcaron a los estudiantes la necesidad de luchar por el pensamiento libre. Espero que continúen por una educación que aleje a nuestros jóvenes de la violencia y la insolidaridad.

Por otro lado, estaban los alumnos de la Asunción que fueron mis compañeros de una adolescencia agridulce para casi todos. Despertamos en un espacio lleno de pasiones; nuestro primer beso, los desengaños, el fracaso, el éxito, las verbenas, los viajes sin nuestros padres y el llanto por los amigos que perdimos. La muerte en un accidente de tráfico de Juan Carlos Soler Leguey paró su tiempo y aceleró el nuestro. Fue mi primera lección de la tragedia de la vida. Los jóvenes, también, mueren.

Los festivales del instituto nos sorprendían por las habilidades que algunos estudiantes mostraban. Había entre nosotros músicos, actores, deportistas, cómicos y buenas bailarinas. No sé cuántos de ellos continúan pisando los escenarios. A otros les gustaba demasiado el alcohol. Supongo que el abuso que se hacía en las verbenas era el que se realiza, ahora, en los botellones. También, tuvimos a las drogas de compañeras. Algunos alumnos, mejores o peores, apagaron sus oportunidades cuando quedaron atrapados en su adicción. La mayoría de los estudiantes superaron el COU y dejaron el instituto para emprender una carrera universitaria. Recuerdo la selectividad, pienso que, también, fuimos los primeros en estrenarla. Las pruebas no fueron difíciles. Al final, aprobamos, ya que el porcentaje de suspensos fue muy bajo. Salimos, después de los tres cursos de bachillerato y el C.O.U., del Instituto de la Asunción sin pensar en lo que dejábamos en ese edificio.

En mi instituto me enamoré de un muchacho con flequillo y pelo largo, que tocaba la guitarra, le gustaban las ciencias y mi rostro de adolescente. Me casé con ese alumno de la Asunción. En el aula, también, aprendí el compromiso de la fidelidad y en su interior, aún, sigue el bullicio de unos jóvenes que comienzan a brotar en los campos donde recogen su propia cosecha de identidades y valores. Cualquier ciudad se desarrolla, gracias al trabajo de los buenos sembradores y a ellos les dedico esta mirada sincera de mis recuerdos.

Rosmari Alonso Vázquez. Periodista.

HERNÁNDEZ, Mari Paz y ORS, Miguel, eds. (2013), Instituto de La Asunción: 50 años, 50 miradas, págs. 135-139.

 

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