Retrato de Vicente Joaquín Osorio de Moscoso y Guzmán Fernández de Córdoba y la Cerda. Francisco de Goya (1786. Óleo sobre lienzo, 117 x 108 cm). Madrid, Colección Banco de España.
Vicente Joaquín Osorio de Moscoso fue el XVI marqués de Elche y XIII conde de Altamira.
En 1786 Goya pintó el retrato del conde de Altamira (Madrid, 1756-1816), director bienal del Banco de San Carlos, para colgar en la Sala Grande de Juntas Generales, con los otros retratos pintados por el artista. Se le pagaron 10000 reales de vellón juntamente con los retratos de Carlos III y el del marqués de Tolosa el 30 de enero de 1787, como consta en los documentos del Banco de San Carlos. Al conde, que por sus títulos era doce veces Grande de España, lo describía el viajero inglés lord Holland como el «[...] hombre más pequeño que he visto nunca en sociedad y más chico que alguno de los enanos que se exhiben pagando», lo que provocaba en la época bromas que relacionaban su pequeña estatura con su grandeza nobiliaria. Entre los otros directores retratados por Goya, Altamira poseía sin duda la mayor fortuna, por encima incluso de Cabarrús, ya que la suya no solo dependía como la de este de sus negocios y transacciones comerciales, sino que procedía en mayor medida de la magnitud de sus propiedades y de sus tierras. Era señor de mil cuatrocientos pueblos en España con sus correspondientes haciendas, que le producían más de seis millones de reales al año, y al condado de Altamira con grandeza de España, origen de su estirpe en el siglo XV, unía otros once más. Era asimismo titular de seis ducados y nueve marquesados, tres de ellos con grandeza de España, como los de Astorga y Leganés, y cuatro principados, Aracena, Maratea, Jaffa y Venosa. Los estados italianos de Nápoles, junto a los españoles de Sessa y Soma, le rentaban más de 90000 ducados, a los que se unían los de América, mientras que de las rentas del aceite de sus títulos andaluces recibía más de cuatrocientos mil ducados anuales. Cabarrús, en sus escritos, achacaba a la extensión inmensa de los mayorazgos de la aristocracia española, por lo ineficaz de su economía, gran parte de los males del Antiguo Régimen, y hubiera sido de interés saber la relación entre este y Altamira en las reuniones de las juntas de gobierno del Banco de San Carlos:
[...] cuantas más posesiones se junten en una mano, menos bien se administrarán y aprovecharán [...] crecen sus gastos por la idea del aumento de sus rentas, disminuyen éstas por una menos cuidadosa administración, cobra menos, gasta más que todos sus antepasados reunidos, y la misma causa que disminuye la suma de las producciones territoriales para el Estado, de resultas de los mayorazgos y de su acumulación [...] (Cabarrús, Carta Cuarta a Jovellanos, 1792, publicada en 1795).
Asimismo, en 1784, Cabarrús había atacado los privilegios de la nobleza:
Pero ¿por dónde justificar la nobleza hereditaria y la distinción de familias patricias y plebeyas?, ¿y no se necesita acaso toda la fuerza de la costumbre para familiarizarnos con esta extravagancia del entendimiento humano? [...] La nobleza si existe, ha de ser de la virtud, del mérito, del talento [...] (Cabarrús, Informe sobre el Montepío de Nobles, 1784).
El retrato que Goya hizo del conde de Altamira supone una de las obras más interesantes de ese período tan singular del ascenso del artista en la década de 1780. Se trata de un cuadro muy distinto de los pintados anteriormente, como el de Gausa o el del propio rey, e incluso de los que en 1784 había hecho de la familia del infante don Luis. La técnica y el amplio sentido del espacio habían evolucionado con rapidez, así como la elegancia de la figura y la sencillez grandiosa del mobiliario. La única comparación se puede establecer con algunos de los cartones de tapices pintados ese año, especialmente El otoño o La vendimia, de la serie de Las cuatro estaciones (Museo del Prado, Madrid), ya que además del espacio, Goya había cambiado radicalmente el sentido del color, ahora más refinado. En el retrato se centra en tres tonos: el rojo y el azul que destacan contra el amarillo brillante y nítido del sillón y del tapete de la mesa. El artista no ocultó la estatura física de Altamira, pero la disimuló con maestría en un retrato que no tiene antecedentes en la pintura anterior. Resulta evidente, desde luego, la huella de Velázquez en el espacio vacío y amplio, en penumbra, que rodea al protagonista, y en la luz del primer término, llena de matices y contrastes, que impacta contra la figura y subraya la personalidad del pequeño conde, seguro de sí mismo, con el perfecto distanciamiento y orgullo de su clase social, acostumbrado al mando y al respeto absoluto de quienes lo rodeaban. Vestido con uniforme de corte, como mayordomo del rey que era, Altamira luce la banda y la insignia de la Gran Cruz de la orden de Carlos III, concedida en 1780, mientras que el aro de oro que asoma del bolsillo de su casaca revela su condición de gentilhombre de cámara del rey, que llevaba las llaves del monarca. Goya empieza con Altamira una nueva forma de pintar al conseguir los detalles con menos materia pictórica, más abstractos, pero en los que resuelve con mágica perfección y menos minuciosidad los efectos de la escribanía de plata, de las plumas en el tintero, o de los importantes documentos sobre la mesa. El oro rodea también al conde, pero con mayor delicadeza y elegancia de lo que Goya iba a realizar en el retrato de Cabarrús dos años más tarde, ceñido en un vestido de restallante seda de reflejos dorados. Es evidente que con el conde de Altamira el artista avanza hacia sus obras maestras de ese decenio, como Los duques de Osuna y sus hijos o el de la propia esposa del conde, de 1788, María Ignacia Álvarez de Toledo, condesa de Altamira, y su hija María Agustina, así como la obra maestra del pequeño Manuel Osorio Manrique de Zúñiga (Metropolitan Museum of Art, Nueva York), de 1787-1788.
Fuente: Manuela Mena. Colección Banco de España.